ENSAYOS E INTENTOS, 2001

Las pompas
de jabón

No existe cosa menos fúnebre que una pompa de jabón. Las pompas de jabón son imágenes de la alegría perfecta y la libertad. Pero por alguna razón, también son símbolos de la fugacidad fatal de todas las cosas y de la fragilidad de los sueños.

Un tango muy famoso llora hace años porque las glorias humanas son tan solo pompas de jabón. Una pompa de jabón flota, si no es una ilusión mía, en la obra del poeta antioqueño Porfirio Barba Jacob. Y otra en la de su coterráneo Gregorio Gutiérrez González. Un poema de Ricardo Carrasquilla, musicalizado por su amigo Santos Quijano, compara la juventud y la belleza con estas cosas irisadas que tan pronto pasan.

En uno de sus libros de recuerdos, León Tolstoi rememora la visión de su abuela lavándose las manos. Hacía entonces, dice el maestro ruso, unas pompas extraordinarias, que yo imaginaba que nadie más podía hacer. Ya ella debía divertirle nuestra admiración, porque nos llamaba cada vez que se las iba a lavar.

Y en sus blancas manos seniles se formaban enormes pompas y en su pálido rostro risueño.

La fresca belleza de las pompas de jabón justificaría la presunta brevedad de su duración, en todo caso. Sin embargo, la idea admitida de que las pompas de jabón son siempre efímeras, es errónea. En esto nos equivocamos como en tantas otras cosas.

Si sabemos cuidarla, una pompa de jabón puede permanecer décadas enteras sin envejecer un instante, mientras nosotros nos vamos convirtiendo en momias.

El físico inglés Dewar salvaba las suyas del polvo y de los desgastes de la atmósfera y los siglos que todo lo ajan, en botellas cerradas. Y Lawrence, un norteamericano, logró mantener algunas meses y años sin que perdieran lozanía.

El fuego y las pompas de jabón son expresiones físicas de la ligereza. La ceniza y la caspa, sustancias tristes que tienden a aposentarse.

La liviana pompa de jabón es uno de los objetos más hermosos y complejos del universo.

La película que la forma, la más tenue de las realidades conocida por el ojo humano, es cinco mil veces más delgada que un cabello. Aumentado doscientas veces, éste alcanza un centímetro de espesor, mientras la sección de la película de la pompa sigue siendo invisible.

Kelvin afirmaba que la contemplación de una pompa de jabón, aunque empleáramos en ello la vida entera, nos enseñaría cada día cosas nuevas acerca de la realidad física del mundo. Las cualidades de la luz, el peso atmosférico y las leyes de la gravedad conspiran para hacerla posible.

En las espléndidas policromías de la superficie de una pompa de jabón barato se puede medir la longitud de las ondas luminosas. Y el estudio de la tensión de su membrana vulnerable nos proporciona la clave de las leyes que rigen las relaciones entre las partículas. Es decir, la cohesión fundamental del universo, sin la cual no existiríamos más que como un polvo finísimo disperso en el espacio vacío.

Fabricar buenas pompas de jabón es difícil. De hecho, existen puntillosos tratados acerca de este arte sutil. Para empezar, es imposible construir una hermosa pompa de jabón sin una adecuada temperatura interior y un sentimiento sedante de desdén por todo lo demás. Un solo pensamiento torvo, el desvío de la más inconsciente inquietud, la menor distracción, resultan fatales y abortan el milagro.

El aire que sopla dentro de la burbuja primordial el lujo de la pompa, es el mismo que expiramos en la palabra. Hay que tener tanta cautela al hablar, como para enfrentarnos con el copo de espuma primordial que aguarda el privilegio de convertirse en otra cosa.

Los perezosos pueden ahorrarse el esfuerzo de soplar valiéndose del calor. Si se acerca una pompa iniciada a una vela encendida, crecerá, mientras la llama se desvía.

La elección del jabón es importante. El común de lavar es el más aconsejado por los expertos. Mejor, si es de aceites puros de oliva o de almendras. Que procuran las pompas más pomposas. y el agua debe ser clara, fría y hervida, si es imposible conseguir agua lluvia o nieve recién derretida. La mezcla resultante ha de ser densa. Pero no demasiado.

Para alargar la vida de las pompas, Plateau, pompólogo célebre entre los aficionados a soltar esta clase de globos, aconseja añadir un tercio de su volumen de glicerina ala preparación, cuidando de retirar con una cucharita inmaculada la espuma que se forma en la superficie.

Para comenzar, se introduce un tubo delgado con el extremo embebido en el caldo por dentro y por fuera. Un pitillo da buenos resultados en algunos casos, sobre todo si se le practica un corte en cruz en la punta inferior. La boquilla debe mantenerse vertical mientras se exhala con lentitud, sin apasionamiento. Las ganas de ostentar pueden conducir al fracaso. Igual que la falta de simpatía y de calor en las venas. Contención, compenetración, concentración. Seguridad, calma, cuidado. Son condiciones para soplar con fortuna. Lo demás lo dará la experiencia.

Después de conseguir una pompa de diez centímetros de diámetro, la mezcla debe ser aprobada. De lo contrario, es preciso añadir jabón. Si al presionar la piel de la burbuja con el dedo impregnado en el líquido la pompa resiste la agresión, la materia es óptima.

Para que el húmedo objeto pueda mostrar todo su esplendor, es bueno procurarle una habitación bien iluminada pero sin deslumbramientos. Una corriente de aire suave nos permitirá agregar al disfrute de su belleza el de sus magníficos desplazamientos. La actividad no termina con la expansión de la esfera en el extremo del tubo. Hay que aprender a darle un impulso artístico. Se necesitan sagacidad, habilidad y sensibilidad para ponerlas en acción.

Algunos maestros del oficio saben unirlas en sus órbitas, ensamblándolas a capricho. Y realizan arreglos esculturales, racimos, moños, hileras, combinaciones complejas que conservan sobre una flor, en la boca de un vaso de cristal tallado o formando fantasías sobre platos de colores. Incluso, se pueden hacer composiciones de pompas dentro de pompas más grandes.

Para engendrar una pompa dentro de otra se debe realizar primero la mayor. Esta, traspasada por la boquilla, soportará la siguiente en su interior. Siempre que mantengamos adentro el extremo del conducto, es posible engendrar una tercera dentro de la segunda. Una cuarta dentro de la tercera. Y otra y otra dentro de la anterior. El experimento puede repetirse ad infinitum cuando se ha conseguido la santidad del pasatiempo.

Otra idea errónea es que las pompas de jabón tienen que ser redondas siempre. Usando anillos es posible crearlas cilíndricas y ovaladas. Y para que cambien de tamaño basta trasladarlas de una habitación fría a una caldeada. Se dilatarán de acuerdo con la compresión del aire.

El pompósofo (o pompólogo) ruso Perelman, ha comprobado que a la temperatura de menos quince grados centígrados una pompa con un volumen de mil centímetros cúbicos llevada a una habitación a más quince, aumenta su volumen 1000 X 30 X 1/273, es decir, 110 centímetros cúbicos aproximadamente. Cualquiera puede verificarlo. Si cuenta con los conocimientos aritméticos, una pompa de ese tamaño el tiempo y la paciencia.

Hacer pompas de jabón no es una tontería. Es un arte tan arduo, como planear pompas atómicas, por ejemplo. Y quedan esperanzas en la burbuja de este mundo azul, mientras existan personas con sensibilidad suficiente para gozar de estas iridiscencias inútiles, de estas burbujas multicolores que flotan entre nosotros. Se dice, con razón, tú ya no soplas, de alguien que ha dejado de servir para alguna cosa placentera.

ENSAYOS E INTENTOS, 2001

Entremeses

Al nacer no somos más que unos pequeños mamíferos ávidos que deben ser alimentados por los otros. Pero en cuanto nos sentimos capaces de alguna autonomía nos lanzamos a chupar, lamer y tragar todo lo que se nos ponga al alcance.

Cometemos el atrevimiento de señalar a los tiburones y a los cerdos por su voracidad, cuando aprendemos a juzgar y a matar. Olvidando que una vez comimos a puñados el suelo y el subsuelo patrio, las paredes de la casa y sus arañas suculentas, las bolas de vidrio de unas damas chinas, los collares de perlas de mamá, las argollas de matrimonio, los botones desprendidos, y hasta nuestras impresentables secreciones corporales, superiores y póstumas, al menor descuido de los tutores y las sirvientas.

Algunas personas pervierten la aberración narcisista de gulusmearse los productos de sus propios cuerpos dejando a sus prójimos debajo de las mesas hipócritas y las sillas solapadas, las herencias de sus olvidos viscosos, ciscos fríos de baquelitas de origen nasal y aspecto austero, y los chicles comatosos gastados por sus muelas inclementes, que no conocen la fatiga.

El chicle es la manía de comer sin alimentarse. Fumar, la forma mortal de comer humo.

En apariencia la higiene y las buenas costumbres triunfan con la entrada del omnívoro animalito en la atrocidad de la adolescencia. Pero entonces la voracidad de los egoístas radicales tan solo se modula y matiza. Aunque deja de comer mierda, y de alimentarse con los pegajosos productos de sus narices, es común que al abandonar las desinhibiciones de la infancia, en compensación, se devore las uñas hasta la carne viva, se coma las puntas de los manteles, las faldas de los delantales, los puños y los cuellos de las camisas y las correas de los morrales, las hojas de los libros, las gomas de borrar, los lápices de madera, los estilógrafos de plástico, etcétera, etcétera. Y claro, los escuálidos salchichones de las alacenas y las tortas de chocolate de cumpleaños antes de que lleguen los invitados al convite. Como si careciera al mismo tiempo de autocontrol y de fondo.

Mitos y religiones están relacionados con el prosaico, insalvable hábito de comer. El sol devorador de los aztecas se aplacaba con los corazones palpitantes de sus acólitos, y el amoroso Cronos extremó el cuidado de sus hijos incorporándoselos por vía oral. El más insondable entre los arcanos fabulosos de la religión en la que fuimos bautizados con sal, es el misterio de la comunión. Ni más ni menos que la ingesta simbólica del cuerpo, carne y sangre del dios.

La expulsión del paraíso del mito judío que rige nuestros desvaríos fue en castigo por consumir una manzana sin el permiso de un dios agrícola. Esaú y Jacob negociaron el derecho de la primogenitura con un plato de lentejas. El último acto antes de la crucifixión del justo Jesús fue una inquieta cena de amigos. Y el primer contacto social del Dios resucitado, un tranquilo desayuno en Emaús.

La literatura universal está llena de intensas comilonas, cenas informales y banquetes, desde los tiempos heroicos, cuyas hecatombes formidables de reses oscurecían el cielo de las ciudades sitiadas con el humo de grasa; desde Petronio y los cuentos canibalescos de las Mil y Una Noches, desde Caperucita que fue comida ella misma por un lobo, auténtico gourmand,  ya que fue capaz de comerse también a la abuela, y las gulas grotescas  del  Gargantúa de Rabelais, y pasando por la estirada novela burguesa europea, de Mann y Proust, que evoca su pasado mientras contempla una galleta vulgar, de largas cenas conversadas en medio de un lujo apacible con relumbrones de cubertería, transcurridas bajo lámparas de estilo, hasta llegar al grosero y democrático señor Bloom, protagonista del Ulises de James Joyce, que comienza el día memorable de junio con un riñón, compartido con su gato, y las extremosas y deprimentes lechugas agrias que le gustaba comer ya descompuestas, a Gregorio Samsa, en su habitación precaria, después del infortunio de amanecer convertido en un escarabajo en la Metamorfosis de Kafka.

Un antropólogo alemán, cuyo nombre no consigo poner en mis fosas craneanas, por desprecio inconsciente tal vez, sostiene, en sustancia, que la evolución del hombre fue acelerada por la arcaica inclinación de nuestros protoabuelos hacia los suculentos cerebros de sus vecinos. Según el sabio profesor, un indirecto acopio de conocimientos, antes de la invención de la escritura y el libro. El lenguaje parece concederle la razón, prolongando la analogía. Seguimos hablando de devorar   un libro como si fuera el suflé hecho con los sápidos sesos de un sufrido autor.

El canibalismo de necesidad o de placer, no ha sido superado por completo en los tiempos modernos.

Por necesidad, hace años los integrantes de un equipo uruguayo de rugby, sobrevivientes a un accidente de aviación en una cima de los Andes, dieron buena cuenta de sus compañeros de vuelo, primero que todo las azafatas, como es comprensible. Por placer, existen testimonios recientes de esta forma extrema del amor al prójimo, aparte la placentera costumbre de ruñir prójimo en los cocteles.

Hace unos pocos años un joven enamorado japonés cortó a su fina novia holandesa en tiernas lonjas, por puro cariño, con el afectuoso propósito de comérsela. En otra nevera, la de un delirante soldado gringo, exento de prejuicios raciales, la policía encontró media docena de negros despresados y hervidos, listos para cocer, que el goloso cazaba por las calles de Chicago con cebos de promesas sexuosentimentales. Un animoso camarada ruso, en plena devastación del comunismo, fue descubierto comiéndose los genitales de un compatriota, las criadillas, pues, mientras cantaba La Internacional a todo pulmón con el ardor de un comisario bolchevique. Los periódicos dieron cuenta también de la pareja de alemanes que se citaron por Internet, para realizar una extraña comunión convenida de antemano. Uno sería la presa y el otro quedaría comido. Comerte a besos, es una expresión común del devorador deseo amoroso. Las hembras de ciertos animales devoran a sus crías con el fin de ampararlas en las tormentas. Otras, dan buena cuenta del pobre marido.

Hoy, todo lo hemos complicado, como es debido. El amor ha sido convertido en gimnasia, y la gimnasia en religión. La confusión mundial no podía dejar la dieta sin enredos.

Los defensores del arroz integral muy usado por los fieles budistas en sus ofrendas, lo consideran como la fuente misma del nirvana, y de la felicidad y la salud, a pesar de la aspereza. Otros, alegan en contra del noble cereal las adherencias de los insecticidas, fungicidas y matamalezas que se le incorporan entre la siembre y el supermercado. Y algunos de sus contradictores se limitan a tragar zanahorias adornadas con moños de yerbas, apio y acelgas  y lechugas soñolientas, y han creado alrededor de la ensalada una ética, intrincada de normas y razones, y sustentada con razones higiénicas, morales y compasivas. Otros piensan, sin embargo, que los vegetarianos no son más que unos coches de amibas y lombrices. Y prefieren soyarse con la soya, y los granos no cocidos de las formas macrobióticas del hambre perpetua.

Unos prefieren los alimentos vivos, germinados, las raíces chinas. Otros confían en la xerofagia. Otros en las medicinales aguas aromáticas contra el fabuloso café y el te, que incluso cuenta con un sofisticado  ritual. Pero otros recelan de los remanentes de cloro de los acueductos y las aguas contaminadas del campo por igual. Algunos se atienen a la simple leche. Sus adversarios se abstienen de este subproducto de la melancólica vaca y sus derivados, por terror a las grasas y los cálculos de las litiasis y no pueden ver la leche ni pintada. La leche no es para estos más que una forma blanca del suicidio. Estos, cuentan además, entre sus peores argumentos, las porquerías que le encuentran a la leche cuando se le buscan, la radiactividad y el ddt que las reses absorben en el poético rocío de los pastos, los riesgos de la aftosa, la brucelosis y la tuberculosis y la encefalopatía espongiforme de los bovinos, mal de renombre rebuscado que disuelve el cerebro en una sopa sosa a partir de una bacteria caritativa.

En Estados Unidos están tan desprestigiados entre ciertos grupos sociales el azúcar como el castrismo. Una multitud de patriotas endulza sus alimentos con miel de abejas y denigra del refinado jugo de la caña cubana de origen africano. Que tiene demasiados carbohidratos, alegan. Que produce caries. Y es causa de envejecimiento prematuro. Dicen. Disfrazando el componente ideológico de la aversión a la sacarosa natural con pretextos de nutricionistas de buena fe, aceptan sin embargo el azúcar sin refinar. Pero otra multitud igual de respetable, numerosa, manipulada, y porfiada, no formada por completo de izquierdistas, advierte contra las trampas mortales de la miel, peores que la revolución, la obesidad y las visitas a la dentistería. Las abejas acarrearían en sus activas patas, con el nutritivo polen, los tóxicos foliares de los jardineros que desencadenan el cáncer, la indiferencia del Alzheimer, y la locura del prurito.

Se dice que la crisis mundial de alimentos nos obligará tarde o temprano a volver a la ingesta de ciertos animales rechazados hace siglos por la cocina humana. Lombrices, insectos, larvas de escarabajos. Los piojos que consumen con gusto todavía algunos nativos latinoamericanos. Los chinches asados. Las cucarachas cocidas. Y crudas. Las arañas rojas que comen ciertas comunidades en la orinoquia. Y una muchachita en un libro de Cornelio Agripa. Dicen que los chinos comen todo lo que se mueve. Incluso, dicen correos intestinos de la Internet, se han puesto de moda en la superpoblada China los fetos. Como otros gozan de las terneras nonatas.

Hace tiempos los jóvenes ejecutivos venezolanos y puertorriqueños comenzaron a menearse más de la cuenta con muchos perfumes. Los consultorios de los especialistas en problemas de identidad se abarrotaron de aflautados. Hasta que alguien descubrió la razón, arruinando el negocio de los amansalocos de las diversas logias freudianas. Tantas plumas, eran los galardones del pollo recargado de hormonas que consumían. Y no tenían origen en la infancia, el destete temprano, o la visión inesperada de un tío materno en calzoncillos mientras les brotaba el tercer diente.

Ayer encontraron sobredosis de mercurio en las sardinas. Que los salmones cultivados en cautiverio producen tumores cerebrales. Antier, hepatitis en los caracoles. Cianuro en las uvas de Chile. DDT en los cascos polares y en los líquenes que comen los renos que comemos en los restaurantes sofisticados a precio de oro.

Algunos sabios y santos de los altísimos Himalayas dicen que se puede subsistir del aire, prescindiendo de los alimentos sólidos, que se han vuelto tan caros, que ellos llaman Prana. Pero eso fue antes de que la Era Industrial mezclara al aire planetario de los gases respirables, sus compuestos letales de humo, ácido sulfúrico, y partículas de plomo en suspensión.

Acabo esta reflexión sobre las obsesiones modernas de la dieta, que ha llevado a muchos en los países adelantados a la obesidad, y a otros  a la anorexia, con una reflexión piadosa, que quizás mitigue las dificultades de las mayorías hambrientas, y como mi contribución a la paz del mundo.

Algunos contemporáneos del santo aseguran que San Francisco de Asís, que decía que necesitaba muy poco y ese poco lo necesitaba poco,  sobrevivió una semana completa del canto de una cigarra. Valdría entonces la pena probar la dieta en nuestros pobres. Enseñarles quizás,  desde la escuela, a alimentarse con sus propios berridos. Tal vez así, sería posible mantenernos mansos, y animosos para el trabajo. Que además tiene tanta fama de saludable.

Y buen provecho.

CUANDO NADA CONCUERDA, 2013

La inocencia
envenenada

De tanto en tanto vuelve a ponerse de moda, como los pañuelos al cuello, las solapas anchas y las botas de caña alta, el embrujo inmortal de la Lolita, ese demonio de la inmadurez femenina que glorificó la novela de  Nabokov, el aristócrata ruso experto en mariposas, desplegándola en toda su voluptuosidad, gloriosa perversión, poder seductor y belleza efímera.

Nabokov no olvidó reconocer el destino ramplón de ser biológico y social de su niña, condenada a crecer, destinada a la preñez y a las ruinas de la domesticidad: el final de “Lolita”, con la protagonista casada con un hombre vulgar, ya transformada en Dolores para siempre y urgida del dinero de su antiguo amante, es de una tristeza infame. Que empeora cuando este escribe el libro de la historia de amor en una clínica de sicópatas, pensando en bisontes y ángeles, en el secreto de los pigmentos duraderos, en sonetos proféticos, y en el refugio del arte que les concederá una inmortalidad compartida.

Nabokov había probado el tema del hombre mayor que se ve involucrado con una niña en “El hechicero”, primer ensayo de “Lolita”.

La primera palpitación recorrió su cuerpo entre 1939 y 1949, confesó en el preámbulo de esa novela del ciclo ruso, provocada inexplicablemente por la lectura de la noticia sobre un mono que engatusado por un científico marrullero, terminó haciendo el primer dibujo que haya garrapateado jamás un animal. Y el garabato representaba los barrotes de su jaula.

La exaltación plástica del misterio de la carne floreciente de la lolita, o nínfula, categoría misteriosa de la mujer en ciernes, fue hecha de modo ejemplar por el pintor Baltasar Klossowski, conde de Rolla, llamado Balthus. Rolla escandalizó a los filisteos de mediados del siglo xx con sus retratos de muchachitas en flor, mientras Europa se precipitaba en las obscenidades de la guerra. Nínfulas perezosas echadas en un sofá, de largas piernas extendidas sobre una alfombra, de pequeños pechos, desgarbadas, mirándose en el espejo los hombros desnudos, y llenas de tedio, con una recóndita sensualidad que recuerda al mismo tiempo la eternidad del Mal y la posibilidad del paraíso.

Nabokov bien pudo pensar en la Therese de Balthus, de 1938, cuando creó a Lolita. Therese tiene la fuerza y la insolencia de su personaje, la misma desnudez aunque está vestida y la misma mirada que nos esculca hasta el fondo más oscuro y codicioso del alma.

No se puede pedir a una pintura que nos informe sobre los procesos de la sagrada metamorfosis de la pupa en niña, de la niña en adolescente y de la adolescente en hembra. Espacio puro, la pintura capta momentos, inflexiones de la realidad congeladas en la luz de un instante. A menos que nos esforcemos en imaginar en las escuálidas mujeres adultas que Balthus pintó antes y después de sus alargadas ninfetas las lolitas que fueron un día. El tiempo en cambio es la materia y el sustento de la ficción literaria.

En “Lolita”, Nabokov hace que Humbert Humbert se acuerde de una ramerita francesa en quien adivinó con melancólica alegría la nínfula que habría sido. Y en las últimas visiones que nos ofrece de su pequeña amante, casada y embarazada,  el personaje principal y narrador de la obra maestra quiere decirnos, en nombre de Nabokov, que la lolita es también el principio de una catástrofe y que la belleza es una mentira y que es pasajera y peligrosa.

Lolita es un libro platónico. Subliminal. No por exhibir galas de ambiguo, en lo cual fue ejemplar aunque escribiera sobre ajedrez o sobre mariposas, Nabokov hace que el editor inventado de su obra, el doctor en filosofía John Ray Jr., advierta que ésta contiene una lección moral y un anuncio para que las generaciones del porvenir sean mejores en un mundo más seguro. Además expresa de un modo más o menos tácito que la lolita es amarga. Y que puede conducir a un adulto desprevenido por caminos imprevistos, empinados y escabrosos. Pero Nabokov se burla del jurado en el discurso que estructura la obra, y de paso se burla del lector: Lolita nos enfrenta más con los fantasmas del Tiempo que con los espectros amenazadores de la moral.

Algunos cometen el error imperdonable de definir la lolita por la edad. La edad tiene importancia capital por supuesto, pero es preciso que la mujercita en botón contenga además un gusano al acecho como algunas manzanas de hermosa apariencia. Humbert Humbert, máscara del autor ruso, considera que ha de estar entre los nueve y los catorce años, -playas espejeantes, rocas rosadas, rodeadas por un mar vasto y brumoso-, pero que ha de haber por necesidad más que una cantidad determinada de años y de vello en las axilas y de inquietantes hinchazones glandulares para alcanzar la esencia de la lolitud, ese estado milagroso cuando las hembras humanas no son todavía muchachas pero ya han dejado de ser niñas. La malignidad precoz de la mujer, mucha perversión anticipada, la inteligencia sin escrúpulos de la última infancia y la inconsciencia: eso pide Nabokov, el escritor, a Lolita, contradictorio, ambiguo, irónico. Ah: y un mohín. Ah: y quizás lleva las uñas sucias en la mano derecha. Pero el Nabokov real, el esposo monogámico de Vera, negaba de plano la perversidad de Lolita contra las evidencias presentadas en su novela. Y en una entrevista con Bernard Pívot confesó que tan solo fue una niña abusada como tantas otras.

Muchos pintores antes de Balthus pintaron las mujeres en esa edad cuando la niña entra en eclipse: bailarinas impresionistas atándose un zapato, con un pie sobre un banco para que resalte la curva pura de las nalgas, sirvienticas flamencas pelando una papa frente a una ventana abierta a la luz de una calle gótica que ilumina un hombro desnudo, jovencitas despidiendo un soldado mientras aspiran en una flor el aroma de un secreto pecaminoso que prefieren reservarse. El escándalo de Balthus fue revelar lo reprimido, el modo de exaltar la delicia, la gloria y la fascinación de la carne impúber. Sus ninfas transpiran aburrimiento. Emboscadas, entre la indiferencia y el deseo, y provocadoras, esperan devorarnos, y ser devoradas, aunque no lo sepan, aunque aún sean incapaces de nombrar, porque desconocen la palabra para designarlo, el dulciatroz sentimiento que suscitan en ciertos varones hipersensibles y por la gracia de Dios inmaduros.

David Hamilton, fotógrafo inglés nacido en 1923 en Francia, así dicen las enciclopedias, realizó estudios encantadores, aunque a veces pecan de relamidos,  sobre esa edad que llamó impropiamente de la inocencia como si fuera inocua. Y antes, el reverendo Charles Dogson, matemático y poeta, más conocido como Lewis Carrol, consiguió con una cámara mucho más primitiva que la de Hamilton confundir los límites entre el retorcimiento libidinoso y la candidez. Son famosas sus fotografías de  Alicia Lidell y sus hermanas y amiguitas, a quienes Carrol, o Dogson, el hijo del perro, hipnotizaba con historias de maravillas para darse el gusto de contemplar sus bocas abiertas y disfrutarlas en su imaginación, como hacía el personaje de Navokov en los parques donde patinaban sus adorados tormentos mientras él fingía leer un libro trémulo. El adjetivo es suyo.

Humbert Humbert recuerda en su defensa ante el jurado que es la sustancia de “Lolita”, que Dante y Petrarca se enamoraron de Beatriz y de Laura cuando ellas tenían  nueve o diez años. Hubiera sido temerario acotar, y el libro hubiera resultado impublicable aún por la libérrima Olimpia Press, la casa que se atrevió a imprimirlo al fin después de que lo rechazaran otras editoriales más decentes o pacatas, que nuestro tiempo ridículo, represivo e injusto con los deleites de la carne, priva a las nínfulas de las parsimonias amorosas de los viejos que podrían proporcionarles una más sólida e inolvidable educación sexual que sus frenéticos y apresurados noviecitos, despojando de rebote a los viejos del poder purificador de la niña. Es sabido que los ancianos monarcas chinos desde el remoto emperador Amarillo hasta Mao Tse Tung se acogieron a la dulce terapia de absorber fuerzas regeneradoras de las vírgenes a punto de sazón. Gandhi, quizás por los mismos motivos, aunque era vegetariano estricto, gustaba de dormir con una joven sobrina. Y tenemos derecho a suponer que la Sulamita que le calentaba los pies al santo rey David se hallaba también en ese momento cuando el capullo comienza a ensancharse y la turbadora lolita está ad portas de florecer en una muchacha suculenta.

No pretendo hacer un elogio del buen sentido estético del viejo verde. Pero es preciso notar que Lolita es el pequeño demonio deseable que es solo para la imaginación de ciertos hombres en edad de jubilación, cuyos únicos placeres lícitos pronto serán sus recuerdos, los benditos consuelos de la memoria. Para los monstruos que son los hombres en formación, de catorce o quince años, racimos de granos en la nariz, turbulencias hormonales y mal aliento, una chica de su edad es un fruto destemplado, y un degenerado, un delincuente, el eterno viejo verde que las busca con más o menos método y con más o menos éxito. Y digo, eterno, porque es eterno aunque según los prejuicios en cada época cambie la percepción del ilustre fenómeno cromático, tan antiguo como la humanidad desde que ésta envejece, desde que fuimos expulsados del Edén a los pedregales del Tiempo. Según un escritor religioso de Envigado, Dios creó a Eva de catorce años y medio. Y cuando terminó de amasarla, se olió las manos.
El número de los viejos verdes que hoy viven y colean, (a veces también cojean pero esto carece de importancia), supera el de todos los viejos verdes que fueron. El mundo envejece galopantemente en los umbrales del siglo xxi. Mediando el xx, se exacerbó el culto de la juventud que es un mito de culturas en decadencia. Antes de los antibióticos, los progresos de la higiene, los insecticidas y la medicina preventiva, la alborotadora juventud y la incalificable vejez mantenían un saludable equilibrio estadístico. Sin embargo en los años sesentas el planeta palpitó en la tónica de una primavera que pareció inextinguible y los proliferantes adolescentes establecieron un dominio fugaz.  Fue un tiempo de guirnaldas y de guitarras desde Chinchiná hasta la China y la Conchinchina.

Entonces los viejos con sus sabidurías arrugadas se vieron desplazados a las regiones cenicientas de la vergüenza. Y la senectud dejó de ser una gracia divina, un don del cielo, e incluso se volvió sospechosa de una culpa incógnita. La entrada en la mayoría de edad provocó en muchos un pavor infame y hasta cierto punto razonable. Un montón de jóvenes salidos de las tribus de los niños de las flores antes de cruzar el umbral prefirieron pegarse un tiro,  justificados por la responsabilidad consigo mismos ingirieron un puñado de barbitúricos, o se colgaron de sus bufandas con diseños de girasoles, diciéndose que  no valía la pena vivir si uno había pasado los treinta años.

Los jóvenes de aquellos días, entre quienes me conté, con la arrogancia de la edad, inconscientes de que poseían un tesoro endeble como las pompas de jabón, probamos una mística, una metafísica del goce infantil: inocente ansiedad donde la vejez no encontraba cabida. Fueron los tiempos aurorales del Hombre Nuevo, del  empeño en renovar la Tierra sin la ayuda de las razones deleznables y farragosas de los mayores, y de reinventar el amor y la vida. El profeta del sueño fue un vidente: el francés Juan Arturo Rimbaud, uno que cerró a los veinte años una obra intensa y aclamada antes de convertirse en un filisteo ambicioso y lastimero.
Aquellos jóvenes bien nutridos y aperados con el juego completo de las vacunas crecieron en un ambiente propicio. Pero contradiciendo los privilegios, los que no se suicidaron, o sucumbieron en la aventura de las drogas, pararon en abuelos como casi todos los hombres a cierta edad, o convertidos en yupis, en excrecencias avergonzadas del desengaño de la ilusión, del pasado de comedia, se dieron a la obscenidad de  trabajar como si hubieran nacido solo para eso, y a la cocaína que es una sustancia  estimulante del movimiento vano y  de la acción productiva que en ocasiones se parecen tanto.

Las piojosas comunas jipis, las rebeliones universitarias, la propuesta filosófica de Herbert Marcusse de un mundo erotizado, a punto de traspasar el límite del reino de la necesidad al de la libertad, preparándose para el cumplimiento de la promesa bíblica del reino de los cielos y de la ilusión de Marx del reino de la Tierra que se le asemeja,  las canciones de cuna de los Beatles, aquel berrinche universal, expresaron un narcisismo pueril. Y sin que nadie quisiera ni supiera cómo sucedió la turba irresponsable y feliz desembocó en la masa de estos viejos que hoy vegetan alimentando pinches piojosos, rumorosas palomas y nostalgias difusas, mientras navegan hacia  las brumas del Alzheimer, en los bancos aburridos de las plazas de las mismas ciudades que sirvieron de escenarios a sus levantamientos, y mientras los gobiernos sobrecargados con sus obstinaciones ven agravado el déficit bajo el peso de sus achaques, por su insistencia en durar contra todo.

Los viejos eran devorados en la horda prehumana cuando dejaban de ser útiles o cuando se convertían en estorbo y lastre para la manada. Con la evolución de las tribus fueron reputados de sabios y hasta se hicieron respetables. Entonces los viejos verdes fueron un escándalo feliz o un hecho poético y biológico memorable no punible con el escarnio. Ahora alarman a los gerentes de los fondos de pensiones, dejaron de ser sagrados y se les cancelan poco a poco los privilegios.

Todo es relativo. Todos conocemos treintañeros secos como estropajos, oxidados antes de tiempo, y viejos radiantes que traspasado el señorío de la juventud no resienten los años que cargan y saben llevarlos con gallardía. Aunque afirmar como algunos best sellers que suelen encontrarse en las mesas de las antesalas de los ancianatos que la vida empieza a los cuarenta, que envejecer no es deteriorarse, y que las incomodidades de los viejos y las viejas son meros síntomas de actitudes mentales incorrectas, es defenderse de una penosa realidad con los rancios y deleznables consuelos del tonto. Los procesos del envejecimiento nos deslizan sin remedio hacia la invisibilidad de los arcángeles y nos arrastran por la fuerza invencible y misteriosa de la gravedad al reino sigiloso de los minerales.

Los futurólogos esperan más y más viejos en el futuro. Ahora, como en los tiempos de Bob Dylan imperaban los jóvenes envanecidos de su desgreño y sus tatuajes entre aureolas de marihuana, pesa el número de los viejos sobre la economía planetaria. Y los viejos verdes, es decir, los que privilegian sus deseos sobre sus recuerdos, se oponen como mejor pueden al prejuicio que pretende arrinconarlos.

Gerardo Reichel Dolmatoff atestigua la costumbre kogi de entregar los muchachos de la tribu a las ancianas para que los inicien en los misterios de la sexualidad y los cronistas de Indias testimoniaron la existencia de naciones cuyos decrépitos chamanes asumían la ardua tarea de desflorar a las muchachas. A Cristóbal Colón le fueron enviadas de regalo por las tribus de las costas de Venezuela niñas entre los nueve y los doce años que el mismo Colón calificó de putas y reputas. Tal vez mañana asistiremos, en el eterno retorno de las cosas, a la revaloración de la autoridad y la experiencia.  Y llegará la hora feliz de restituir a los niños -y a los viejos- el derecho a participar de común acuerdo de los goces del sexo  sin prejuicios ni tapujos.
En la obra maestra de Vladimir Nabokov el inquilino del cuarto que ellas necesitaban alquilar sucumbe a la tentación de la ninfeta  desmañada y perversa, aunque su creador pretendiera negarlo para ahorrarse la animadversión de los puritanos norteamericanos. Y el protagonista debe hacer un rodeo por su detestable madre, una mujer que hablaba hasta por los codos, de sí misma y de sus experiencias pasadas, pero cuya biografía según nos dice el narrador tenía la misma importancia que hubiera podido tener su autopsia.

El viejo verde, activo, altivo y pletórico de ternura de Nabokov no se compara con los viejos sombríos del burdel de las bellas durmientes de Yasunari Kawawata que reeditó en homenaje de admiración y en ritmo de tango la novela minimalista de Gabriel García Márquez, “Memoria de mis putas tristes”. Se ha reprochado a García Márquez su cuento por escandaloso. Pura hipocresía. Las cosas son como son. Nuestro tiempo cuenta en la vida real más allá de las ficciones de la literatura con una larga lista de viejos verdes eminentes como Charles Chaplin, inclinado a las jovencitas, como Henry Miller, a quien ya octogenario los dioses le concedieron el regalo frutal de una quinceañera del extremo oriente, y como Marlon Brando, que gordo como un buey enamoró una isleña del Pacífico en botón. Woody Allen tuvo su Sulamita a pesar de sus anteojos de lechuza bíblica. Y Roman Polanski aunque le costara tantos dolores de cabeza en los tribunales y el exilio en Francia. Todos, viejos. Verdes. Y ricos. Pues como muchas otras cosas les queda más fácil a los ricos ejercer sus placeres por desvergonzados que puedan parecer a los moralistas y a los jueces resentidos que los representan y los justifican.

Una milonga de Francisco Canaro que cantó hace años Carlos Roldán, si la edad no me embotó la memoria del oído, hace un retrato burlón del viejo verde: betún en el bigote y el pelo tinturado; y lo convida, de regreso de una cita venturosa, (el venturosa disminuye el aspecto negativo), a meterse en la camita, a tomar la pildorita y a aplicarse la ventosa. Pero el auténtico viejo verde no es el disfrazado lamentable que se tiñe las patillas y las nieves del mostacho con menjurjes cosméticos, el narcisista herido y aterrado. El viejo verde conserva contra el apagamiento celular el brillo ideal de la juventud, y contra el peso de la ceniza que van acumulando los relojes en los poros, cierta ufanía discretamente llevada, pues sabe lo que el profeta Jesús ocultó a sus discípulos. Es decir, que solo entrarán en el reino de los Cielos los niños… y las niñas, y detrás los viejos verdes sonriendo bajo sombreros de paja, los bastones enhiestos y los bigotes erizados de gusto como los de los gatos felices. Y que algunas muchachas saben que es mejor la carne asada a la brasa  como saben prepararla los viejos devotos, que al arrebato de la llama demasiado acezante de sus repugnantes coetáneos.

Franco Volpi, un filósofo italiano que venía a Colombia con frecuencia, a veces me daba el lujo de visitar mi casa en las montañas con una botella de whisky de alcurnia y una amiga que a veces doblaba en edad. Hablábamos siempre de las mismas cosas. De la política, de Dios como un hecho político, del amor y otras bagatelas. Profesor de la Universidad de Padua y traductor de Schopenhauer, Volpi escribió un artículo lleno de reparos a la “Memoria de mis putas tristes”. ¿Acabó Volpi contaminado por la pacatería de la aristocracia del altiplano cundiboyacense a través de la lectura de Nicolás Gómez Dávila, el snob sabanero que tanto admiró? Volpi fue uno de los principales divulgadores de la obra del bogotano en Europa, y tenía en el  nochero, me dijo, los “Escolios a un texto implícito”, como fuente de reflexión constante. Autor de un lúcido texto sobre el nihilismo, Volpi editó también unas conversaciones con Albert Hoffmann, el descubridor del LSD, uno de los profetas mayores del jipismo. Estudioso de Nietzsche, pensaba que éste es sin par por la calidad estética y la profundidad de su obra, pues registró, así dijo,  las convulsiones de nuestra época, y  en la búsqueda de nuevos recursos simbólicos encontró un primer análisis que proyecta su sombra sobre la cultura contemporánea suscitando entusiasmos y anatemas. Y en consecuencia parecen incomprensibles los  reproches que le hace al libro de García Márquez.

Colombia, escribió Volpi, es un país de gente maravillosa, con gran capacidad para improvisar y crear, que vive de manera extrema el bien y el mal, lleno de contradicciones estridentes y de grandes virtudes. Pero también dijo que se sentía apenado por la pedofilia promulgada, la expresión es suya, en “Memoria de mis putas tristes”, donde para celebrar sus noventa años el protagonista quiere darse de regalo una noche de amor con una virgen y satisface su indecente apetito a través de la dueña de un burdel. ¿Pedofilia? ¿Pornografía? Pregunta Volpi. ¿Y por qué permitimos al gran escritor imaginar un viejo que compra una niña? ¿Su novela divulga una ficción pedófilo-pornográfica que a menudo se traduce en realidad? ¿En cuál esquizofrenia vive una sociedad que pretende cerrar páginas obscenas en la red pero acepta que un poderoso multiplicador cultural como un Premio Nobel propague lo mismo? Sin prédicas ni moralismo es preciso plantear el problema. Dice el escritor italiano. Olvidando al tierno personaje de América Vicuña en “El amor en los tiempos del cólera” que anuncia a Delgadina, más escandaloso y explícito porque el seductor es más ladino y se vale de la autoridad que ejerce sobre la criatura.

Nabokov, en el apéndice a “Lolita”, fechado el doce de noviembre de 1956,  dice que  las dificultades que pusieron los editores para publicar el libro no tuvieron que ver con el tratamiento del tema sino con el tema mismo. Pues, añade,  había entonces tres asuntos prohibidos para casi todos los editores norteamericanos. Los otros dos eran  un casamiento entre negro y blanca de éxito completo y glorioso que fructificara en montones de hijos y nietos, y el ateo total que lleva una vida sana y útil y muere durmiendo a los ciento seis años. Nabokov recuerda en tono de sorna que el  lector de una editorial incluso le sugirió convertir a Lolita en un chiquillo de doce años, y a Humbert Humbert en un granjero que lo seduce en un pajar, enloquecido de acuerdo con su vieja amistad con el vuduismo freudiano, etc.

Pero todo esto debe ser una ficción del autor ruso, el último coletazo del ingenio para rematar su novela sobre la pesca de sardinas, fastidiado con la doble moral de los yanquis. El hecho es que Volpi tampoco habría publicado Lolita, habría condenado a semejanza de los jueces decimonónicos de Francia, a madame Bovary, como propaganda de la mentira conyugal, y el Ulises, de James Joyce, porque el señor Bloom sufre un deleite húmedo ante la visión de Gertty, una niña coja, en una playa crepuscular en Dublín, durante la elevación en una misa que ofician en una capilla cercana. No sé si Volpi conoció la inclinación de Edgar Allan Poe hacia las niñas, si supo que se casó con una subnormal de ocho años de edad mental con la aquiescencia de su madre, la señora Clemm, pero  debía saber por razones del oficio que Lichtemberg, el amargo filósofo alemán que mereció la admiración de Kant y de Tolstoi, quien lo puso por encima de Nietzsche, a quien consideraba un simple redactor de panfletos, hizo vida marital con una mujercita que adoró desde que ella tenía doce años. De cualquier modo, extraña que Volpi pase de largo sobre lo que tal vez está en el origen del abuso infantil, es decir, la condena cristiana del sexo y la negación hipócrita de los derechos sexuales de todos, y que en  China el abuso infantil era casi desconocido hasta la proliferación de las sectas evangélicas que en el siglo xx llegaron detrás del auge económico en la occidentalización galopante. En las culturas más inocentes que la nuestra, menos cargadas por los sentimientos de culpa, no se restringe el acceso de los niños a los secretos de la reproducción y del deseo, el Mal jamás está asociado al sexo y en consecuencia los niños no son irrespetados ni se convierten en presas de los adultos.

En un viejo grabado japonés una pareja se entrega a sus juegos amorosos mientras unos críos indiferentes se entretienen con sus muñecos de paja de arroz junto a la cama de los copulantes. Nadie condenó a Aristófanes por las Tesmoforias, donde Mnesiloco recuerda cómo, con apenas tres días de casada, mientras su marido dormía, iba a buscar un amigo que la había hecho suya desde que ella tenía siete años, para darse gusto en el pórtico del templo aferrada al laurel. Rinosuke Akutagawa,  el gran escritor japonés, trae a la memoria en uno sus cuentos a Paul Gauguin, que dejó su familia y su futuro de hombre de negocios para irse a Tahití, donde se transformó en un pintor de culto  y se unió a una muchachita entre los trece y los catorce años, la misma que debió servirle de modelo para pintar a la

Virgen Niña en su versión de la Natividad. Akutagawa, menos prejuicioso que Volpi, llama santo a Gauguin.
Los disolutos señores de las ciudades del Renacimiento y antes los reyes cristianos del medioevo, a fin de mantener la unidad de sus dominios desposaron niñas  muchas veces. Raimundo, príncipe de Antioquía, en tiempos de las cruzadas, casó con Constanza, una criatura de ocho años de edad, hija de Bohemundo y Alicia. Pero al mismo tiempo, siguiendo las antiguas y aciagas costumbres de la hipocresía, los cronistas reseñan el escándalo de los cruzados cristianos ante los sultanes que tomaban por concubinas esclavas de catorce años.

Las abuelas fundadoras de esta nación que Volpi admiró fueron muchas veces madres menores de edad según las leyes hoy vigentes. Pero es injusto, sin forzar las cosas, achacar a su precocidad las perfidias del país incalificable como hacen algunos sociólogos pudibundos y sicorrígidos. El arte, Volpi debía saberlo, no tiene que ver con la moral. Es el registro de la vida y está obligado a ocuparse de la belleza del mal tanto como de los peligros del bien. García Márquez no puede ser tachado de indecencia por sus libros. En sus libros abundan las putas, es verdad. Pero siempre son tratadas con admiración, respeto y simpatía. Y tampoco puede ser convertido en el responsable del hecho infeliz de que entre los malditos atractivos de la Colombia de ahora tengamos que contar la prostitución infantil, o como dijo un chistoso, que los colombianos a la tragedia del tráfico de la coca le hallan encimado el mercado libre de la cuca.

Más justo que Volpi, J.M. Coetzee, el escritor surafricano nacido en 1940 y Premio Nobel de 2003, cree que “Memoria de mis putas tristes” es el desarrollo y la ampliación de la tierna historia de la América Vicuña de “El Amor en los tiempos del cólera”, y sitúa el libro en la línea de las “Confesiones” de san Agustín, puesto que cuenta la historia de una vida a partir de una crisis interior y un renacimiento a una existencia nueva y más rica. La confesión, dice Coetzee, tiene en la tradición cristiana un señalado propósito didáctico. Y descubre que Mustio Collado, en su relación con la niña Delgadina, empieza a darse cuenta de que el amor mueve el mundo, y no solo el amor consumado sino el amor no correspondido en sus múltiples variantes. Coetzee lee como representaciones simbólicas del arrepentimiento secreto del protagonista el episodio del asesinato del cliente del burdel, donde conviven el viejo y su pequeña amante, y el gato, que duda si es un simple gato o un visitante del infierno que le concedería al libro el carácter de una alegoría. El protagonista de “Memoria de mis putas tristes”, acaba de protector de la niña purificando el deseo por la ternura. En la novela de Kawawata que le sirvió de modelo al novelista colombiano los ancianos lúbricos se comprometen a no tocar las niñas de alquiler. Pero eso hubiera representado un sacrificio excesivo para un viejo putañero de la zona tórrida, que ve en la suya un tierno toro de lidia y que mientras la besa percibe un olor montuno que lo embriaga.

En el breve tratado admirable que escribió sobre el nihilismo, esclarecedor y justo, Volpi señala que éste engendró una gran crisis de desencanto pero que también disolvió dogmas e ideologías viejas enseñándonos una razonable prudencia del pensar que nos capacita para navegar entre los escollos de la actual precariedad. La caída de lo Absoluto que señala Volpi como consecuencia necesaria del nihilismo, es también una respuesta adecuada a su condena de García Márquez. Estamos obligados a repensarlo todo. Aunque la tarea nos escandalice o nos espante. Incluida en el todo la gula sexual de los viejos. Y claro, la verdadera condición de los niños que Freud calificó de polimorfos perversos contra el prejuicio que insiste en condenarlos a una falsa inocencia, inventada en los tiempos corruptos de la decadencia de Roma, antes de que el Concilio de Cartago estableciera el dogma del pecado original, más equilibrado en el juicio de la infancia después de todo.

En un ensayo publicado en “Diario de un mal año”, Coetzee pregunta qué pasaría con la representación de unos niños relacionándose sexualmente con otros. Y descubre que lo que vuelve culpable la imagen no es el sexo en sí pues muchos menores llevan una vida sexual activa y hasta promiscua, sino la presencia de la mirada adulta. Coetzee plantea un problema. ¿Una película hecha por menores, utilizando actores menores, y que se exhibiera ante menores, infringiría el tabú? Recuerda que en un estado norteamericano encarcelaron a un muchacho de diecisiete años por hacer el amor con su novia de quince.  A mí me sucedió en la clerical y corrompida Medellín de los años sesenta. Ella, mi espigada, parsimoniosa, aromática novia, paró en una clínica siquiátrica. Y yo en una cárcel para criminales porque era dos meses mayor que un niño ante la ley. Era un tiempo cuando los adolescentes estaban condenados a perder la virginidad en los prostíbulos, y las muchachas en la luna de miel, con el hijo de un colega de su padre elegido en un concilio de tías con bigote. Es imposible saber si nos destrozaron la vida. Al cabo ella ni yo pudimos crear después una relación amorosa duradera o feliz, nos casamos con otros y tuvimos en otras camas los hijos que habíamos deseado hacer entre los dos.

Para rematar descubramos la debilidad de Otelo en la reflexión de Franco Volpi sobre el libro de García Márquez. Es posible que hubieran sido los celos, ese monstruo que ensucia su alimento según la definición shakesperiana, los que lo llevaron a condenarlo. Volpi nunca le perdonó a García que le sacara la lengua a su amante colombiana en la fotografía que hizo famosa a Indira Restrepo, y calificó el gesto de obsceno. Pero bien pudo interpretarlo, con menos prevenciones, con más inocencia nietzschena y más comprensión anarquizante, como la carantoña normal en un abuelo en plan de olvidarlo todo, al tropezar con una muchacha impetuosa que se le viene encima disparando una cámara de fotografía. Una muchacha que, por otra parte, fue madre precoz, a una edad cuando las otras muchachas de su pueblo estaban aprendiendo tan mal como es posible las artes del amor en las telenovelas y en las baladas basuriegas de nuestras deprimentes emisoras comerciales.