EL TIEMPO, 2004

Escrito
a solas

La soledad es un viejo asunto literario, con un énfasis morboso en los peores líricos del romanticismo. Pero quienes hemos vivido solos largo tiempo sabemos que la soledad es irreductible, como la vivencia religiosa, insalvable por las palabras. Es una sensación nítida e imprecisa. A la vez. De caras y colores cambiantes en las personas y los tiempos. Tiene un sabor y una textura en cada hora, en cada edad, y según la humedad del aire. No es igual por la mañana que por la tarde.

Los tumultuosos, que solo consiguen entenderse en la relatividad de los tratos, los vociferantes estadios, el barullo de los partidos, coros, colegios y cocteles consideran mala compañía, o vocación de nulidad, esta condición que nos aproxima a los abismos de la conciencia. Pero la soledad cuenta con defensores apasionados. Entre los pensadores de la misantropía, como Schopenhauer. Y los místicos contemplativos. Uno la llamó soledad sonora.

Algunos la asumen como un impedimento o una carga.

Como la condena a un fuego frío. Como una maldición que los pudre. Otros la gozan como un regalo celeste. La soledad puede ser laboriosa, creadora y aguda. No tiene que conducir al tedio, la amargura o la inutilidad. Ni triste ni alegre. Ni ríe ni bosteza. Es una injusticia convertirla en camino de melancólicos, tímidos y payasos jubilados. Se necesita entereza para aguantarnos solos.

La soledad es mujer. Suena cursi. Pero es cierto. Mujer fatal. Y madre. Y esposa amorosa. Útero de revelaciones. Y maestra sutil. Su enseñanza es simple: todo lo que no soy yo es superfluo. Dice. Seres, pensamientos y cosas.

Pretenciosos como Nietzsche, para ponerles un ejemplo patético, atribuyen sus graciosas soledades a la propia superioridad. Se sienten águilas de alto vuelo, animales de las cumbres, sin iguales. A veces es la fortaleza de un carácter. A veces, una debilidad, nada más.

Rolando Laserie, en un bolero memorable, saluda. “Hola, soledad. No me extraña tu presencia.”

La soledad no es huera lejanía. Un enconcharse. Hay solitarios que parecen próximos. Y sin embargo están aislados en su gelatina, en medio de la multitud de sus negocios obligantes. Son los más desgraciados. Y abyectos. Todos recuerdan a Kafka.

Unos viven la soledad como una anormalidad. Como unas orejas demasiado opulentas. O la impertinencia de una joroba. Otros la aceptan como un beneficio. Los diccionarios de citas definen el matrimonio como soledad en compañía. Y repiten que nacemos y morimos solos. Los higienistas pretenden curarla con una mascota. En vano.

Hay solitarios luminosos. E indolentes y grises. Que derrochan el alimento mirando un techo. Cuerpos. Nadas. Piyamas. O embelesados en los fantasmas de fotones de la televisión. Para eso inventaron la televisión, supongo. Para arrancarnos nuestra soledad. Y prevenir sus riesgos. Porque, además, con desgraciada frecuencia, el solitario se asimila al maniático para la noción en boga de lo saludable.

Unos expresan su desdén por la vida y el desprecio por la horda humana en el ostracismo voluntario. Otros pretenden acercarse al corazón de la existencia en el retiro. Y otros afirman que la soledad es imposible, pues estamos inscritos en una vasta red de relaciones, lenguaje y memoria. Pero la soledad auténtica no discute. Ni se deja alcanzar por el ruido tropelero de los recuerdos y los remordimientos, ansias, proyectos o imaginaciones. Si acaso necesita reposo se refugia en los libros. Entonces se especializa en una fiesta con muertos, y ausencias cargadas de prestigios, y sombras de nombres que ya no llaman a nadie.

Sartre dijo que la literatura es una comunicación con los muertos. El que lee se asomaría como Odiseo a la charla de los difuntos. Simone de Beauvoir, en Ceremonia del adiós, elegía de un sapo dialéctico, testigo tuerto de una era turbulenta, recuerda cómo pidió permiso en la morgue para abrazar su cadáver, tibio todavía. Gesto inútil de afecto por uno que dijo que el infierno son los demás. Habían intentado, juntos, el milagro estrafalario de reconciliar la soledad con el amor.

EL TIEMPO, 2003

El gusto
por el
prójimo

Armin Meiwes, ingeniero alemán acusado de ingurgitarse a un compatriota a quien contactó vía Internet, protagoniza el último episodio de canibalismo moderno. Uno más en el historial de un uso antiguo del Otro que sobrevive a pesar de los derechos del hombre y del ciudadano, de Spinoza, Kant, Jesucristo y usted, eso espero, y de mí mismo, junto al dictador y poeta dadaísta africano Idi Amín Dadá que se comía a sus ministros y encomiaba en público con desvergüenza bárbara y honestidad a toda prueba el gusto de la carne humana sobre el de la vaca; junto a la ávida señora, también africana, que devoró a sus seis hijitos; al enfermo yanqui que gustaba de los jóvenes negros hervidos; al japonesito que convirtió en lonjas a su novia holandesa en un rapto de amor, y al filólogo ruso que devoraba a sus prójimos cantando la Internacional a voz en pecho.

Pero el caso Meiwes es singular por muchas razones.

Prueba que en el espíritu tecnocrático, y en una de las naciones más civilizadas de la Tierra, perviven intactos arcaicos impulsos que nos esforzamos en vano por superar; que milagros como Internet no consiguen desterrar del corazón el animal del que somos sobrinos viscerales, amante de las médulas crudas, y suaves, imagino, y de las grises y grasas circunvoluciones cerebrales de su vecindario; y, sobre todo, ofrece un elemento desconocido en los episodios reportados del canibalismo de hoy: en efecto, la víctima pasó por voluntad propia a manteles, en un admirable ejemplo de abnegación insólito en este mundo de egoístas. Este, ingeniero también, redactó un testamento exonerando de toda culpa a su amable, deseado predador.

El estilo de vida de Meiwes tiene un sello fantástico, aunque exprese la soledad paradójica del hombre actual más en países como Alemania donde los refinamientos de la cultura amenazan el alma con la esterilidad, la vana cortesía del ostracismo voluntario y la incomunicación radical. Meiwes fue educado por una madre exigente en la disciplina, el orden, la limpieza. Esta, al morir, le dejó por herencia una gigantesca casona, un laberinto para cualquiera, así de solo, una resonancia pavorosa de vacíos condenados. Que acabaron por plagarse de fantasmas desapacibles y pulsiones remotas. Pero los fantasmas de Meiwes venían de antes. Ya en la infancia, confesó, tuvo fantasías de probar a sus compañeritos del colegio, el hipersensible glotón.

Lo que vuelve más estrambótico el asunto Meiwes, aparte de la personalidad y el rostro con un rasgo antiguo de hielo, es el carácter de rito que Meiwes y su compañero, ofrecido en hostia, en oblación propicia, imprimieron a la ceremonia brutal. Después del encuentro concertado en una estación de trenes, de sendas botellas de licor y de un puñado de somníferos para adormecer los últimos escrúpulos, compartieron el pene flambeado del comensal pasivo, para llamarlo de algún modo, en una cena fraternal que grabaron en un video de recuerdo. Y este fue degollado a continuación mientras decía con modestia y ternura: -Espero que me encuentres sabroso.

Lo más inquietante en la anécdota, sin embargo, como ustedes comprenderán, es que las autoridades, a partir de sus propias investigaciones, y de las declaraciones del mismo Meiwes, han puesto al mundo sobre aviso de una vasta organización de caníbales comunicados por Internet, con vistas a encuentros de satisfacción mutua en el mejor de los casos. La policía sospecha que por lo menos 53 desapariciones, en Alemania tan solo, podrían atribuirse a las nuevas tribus de antropófagos que vagan por el siglo XXI.

Esto debe ser el comienzo del banquete grotesco del Apocalipsis prometido. Una inesperada regresión a estadios sombríos de la noche de los tiempos del surgimiento de la conciencia en el mono despistado de donde venimos, que de ciclo en ciclo necesita volver porque se resiste a ser olvidado por completo. Por lo pronto, alegrémonos los flacos y démonos por bien servidos. En todo caso, estamos más seguros que los gordos. A salvo de los tragones de costumbres extremas que corren detrás de sus semejantes con un ansioso tenedor en ristre.

EL TIEMPO, 2007

Confesión
de boca

Soy un humilde fumador. Crecí entre nubes de humo. Desciendo de una familia de chupadores empedernidos. Mis bisabuelos fumaron. Y mis abuelas. La sirvienta negra que me crió y mi madrina de bautismo fumaban y dejaban estelas de humo como trenes y ríos de ceniza como anarquistas. Murieron horriblemente viejas. Podridas de tiempo. Y de cáncer. Y mi padre fumó. Y de lo mismo murió. Y su hermano el cura, tenido por santo, que se aplicaba cilicios y carecía de pecados ostensibles, se reservó el gusto pagano de fumar como un bendito. Murió en su ley, de infarto fulminante, con un cigarrillo y una oración en los labios.

Mi infancia pasó en un incendio controlado. La imagen que conservo de mi bisabuela paterna, doña Rafaela Isaza, es un montón de arrugas temblonas envolviendo junto al tic tac de un reloj de mesa hojas de tabaco en calillas, que pone con cariño en una canasta de mimbre. Perfuma un olor sabio, vegetal, denso.

Desde niño se me permitió fumar.

En diciembre al principio para quemar las papeletas de nochebuena y los chorrillos de fantasía. Más tarde, durante la adolescencia atroz, mi madre compartió sus Pielrojas conmigo, aunque decía que solo era lícito un vicio que uno podía sostener. Y durante la juventud de calavera irredimible fumé. Y sigo haciéndolo con una impiedad conmigo mismo que me preocupa.

Una vez apagué, por delicadeza. Me hospedaba en la casa del pintor Norman Mejía, en Barranquilla. Y le molestan los fumadores, el rescoldo que dejan y el peligro de incendio que sobreentienden. Otra vez renuncié al tabaco por amor. Una mujer detestaba mi vició de antropófago precolombino. Pero volví a caer cuando se fue. Y me dejó viendo un chispero.

Soy un miserable fumador. Lo confieso envuelto en una nube flagrante. Soy un adicto. Antes, cada enero, hacía la promesa de dejar el hábito. Pero me resigné a vivir al amparo de su influencia letal. Y a la falta de caridad cristiana de mis contemporáneos que estigmatizan a los pobres fumadores, perseguidos, convertidos en objetos del terrorismo de los higienistas, médicos, paramédicos y alcaldes y demás enemigos del horrible piciete, como llamaron los aborígenes americanos esta hierba maldita.

Odio mi vicio. Me humilla el anclaje en el reflejo, la servidumbre, la mugre que dejo donde voy. Pero junto a las de los fumadores prosperan otras formas de polución rodeadas incluso de prestigio: el griterío de los estadios con sus barras asesinas, la televisión del subdesarrollo, las axilosis de los deportistas adictos a sus endorfinas, la música comercial, la publicidad. Otros desechos de la civilización.

Es obligatorio preguntarse si vale la pena no fumar en medio de los rebaños de busetas y tractomulas y bajo las lluvias ácidas de las chimeneas de las fábricas de inutilidades que infestan ciudades y suburbios. Exhalaciones del espíritu humano tan malignas como el tabaco, que contribuyen a aumentar el fastidio del siglo: las locuras de la razón, las artimañas del odio, los arrestos de la codicia, la gula del poder, sus mentiras poderosas. Más letales que una voluta escurriendo de una inocente fosa nasal.

Otros enfermos cuentan con la comprensión social: los portadores del sida, los alcohólicos, los que roncan, los hablapajas. Mientras los fumadores somos tenidos como apestados de una enfermedad intolerable. Es injusto. A mí, fumador impertinente, no me molestan las personas que no fuman, siempre que no se perfumen en exceso.

Soy consciente de alimentar con la compulsión la máquina mortal de las empresas tabacaleras que sobredosifican la nicotina para mantenernos cebados, y espolvorean el tabaco con insecticidas, pólvora y porquerías innombrables. De engordar una tribu de carniceros ricos, conservadores e hipócritas del primer mundo. Racistas. Armeros inescrupulosos. Que nutren imperios con enfermedades y sufrimientos ajenos. Pero en últimas, el problema de fumar o no, es de la familia de otros dilemas vetustos, sin resolver, como ser o no ser. Los fumadores tenemos derecho a elegir la muerte que maduramos como un fruto. Mientras otros se suicidan en hamburgueserías y gimnasios o jugando a los héroes en los sucios campos de batalla.

REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE ANTÍOQUIA, 2012

El ratón de
Hannah Arendt

La importancia de Hannah Arendt no hay que buscarla en el difícil romance que mantuvo con Martin Heidegger, un maestro en Alemania, según el epíteto que sirvió a Rüdiger Safranski para titular su biografía del filósofo. Epíteto de doble vía que lo relaciona con la muerte, calcado de un texto del depresivo poeta judío Paul Celan.  Arendt es además una figura espinosa en el fárrago del pensamiento del siglo XX que siguió a las confusiones de la segunda guerra mundial. Durante la primera, según la biografía de Safranski, los sentimientos que albergaron los alemanes, los comunes y corrientes,  y los ilustrados y eruditos como Heidegger y sus amigos, incluido el padre de la fenomenología Edmund Husserl, fueron más parecidos al delirio patriótico, y estuvieron llenos de sueños de victorias, y de un falso sentido de la grandeza y de la virilidad, de los cuales al final de la segunda aprenderían a desconfiar.

La situación del mundo después de la última fuera infectó la filosofía moderna con la conciencia de la nada.

De una nueva nada sin la esperanza de la vieja nada del cristianismo, muy distinta de la nada de la teología que es una nada llena de ilusiones de reconciliación, y que debe ser tomada en cierto sentido como una gracia y como una prueba de la bondad enigmática de la Creación.

Heidegger, sobrepasados sus coqueteos con la fenomenología y sus juveniles impresiones sobre el catolicismo, colindantes con el talante jesuita, (aspiró con seriedad al sacerdocio), fue el primero que convirtió la la filosofía en creadora de estremecimientos, y en invitar al hombre al valor de entregarse a la inquietud del vivir, y a confrontar sus empeños históricos con su nadidad y con el misterio ofensivo del instante, aunque, desde luego, esta terminología y esta pasión por el estado de ánimo, es preciso remontarlos hasta Soren Kierkegaard. La originalidad de Heidegeer, consiste en establecer al hombre como guardián del puesto de la nada, aunque elude la temporalidad, y aunque sea un ser sin morada fuera del lenguaje. Por eso escribió: cuando nada marcha uno mismo está obligado a ponerse en camino.

Por ese derrotero Sartre, uno de sus más eminentes discípulos, acabó en la noción del absurdo, primero, confundiendo los picaportes de su casa con langostas en sus experimentos con la mescalina, y después, entregado a los atropellos de la historia y al compromiso con los hombres, se precipitó en la senectud en una pasión desbocada por los terrores de la vida colectiva. Heidegger, en  la mansedumbre, o la complacencia, también había encontrado una forma del compromiso con la historia, adhiriendo al nazismo.
Durante los tiempos de su romance con Arendt, Heidegger no había afinado aún del todo el instrumento de su lenguaje nocturno, (la nada es la hermana gemela de la noche), ni fundado su pensamiento en la clave de la indigencia que lo avecina a un cierto misticismo laico. Ni había roto todavía con la Metafísica de la Edad Media a la cual se aproximó a través de sus trabajos sobre el tomismo y sobre todo, a partir de la teoría de las categorías y la significación en Duns Escoto, primer crítico de la razón en la tradición filosófica de Occidente, según el malentendido.

Hannah, era una mujer fuerte, de familia judía. Pero mujer al fin, intentó con los armas de las mujeres forzar a su amante profesor a una unión más formal, abierta, pública, visible, en cartas llenas de reproches velados, (llama su sentimiento hacia él entrega a “un único” en palabras que evocan a Stirner). Pero Hanna no fue capaz de quebrar la estructura burguesa de Heidegger, con sus reclamos. Este siguió manejando hasta el fin la situación problemática para los dos con notorio espíritu eclesiástico, con cruel ambigüedad, en perpetua indecisión. Aunque se permitió los acercamientos furtivos con la antigua discípula después de que esta se hubiera casado con otro. Mark  Lilla, en una obra titulada Pensadores temerarios, los intelectuales en la política, citando a Ettinger, ve a Hanna como una víctima que colabora con su propia humillación, despreciada y rechazada por Heidegger hombre, y esclavizada por el pensador, que usa para promocionrse su extracción judía, mientras ofrece su apoyo a Hitler. Y dice Lilla, que queda por decidir sin Arendt sufre su situación  por una profunda necesidad de ser amada por una figura paternal, o por una especie de odio a sí misma como judía, y un deseo insensato de congraciarse con un farsante que ella toma erróneamente por un genio.

Ella le había escrito estas palabras de derrota: lo que separa a los amantes del mundo común… es que carecen de mundo… es que el mundo entre los amantes está quemado. Y se describe a sí misma en sus mensajes de enamorada como en un encantado destierro. Por qué me das la mano con timidez y escondido. Pregunta en uno de sus poemas de entonces.

El romance entre Hannah, considerada por sus compañeros de la universidad como una persona excepcional, brillante y mágica, y Heidegger, su maestro filosófico, se había iniciado tal vez alrededor de 1924. Y se encontraron al principio en estricto secreto, incluso para los mejores amigos de ambos. Más tarde Heidegger confesó a su mujer Elfride que con la discípula judía había surgido la pasión de su vida.

El enamorado de la nada y del intenso instante era además aficionado a los deportes rudos, al esquí y a las largas caminatas por las montañas. Sabía hacerse atractivo con sus trajes de excursionista que exhibía con desenfado aún en las ocasiones más inapropiadas. Era ambicioso, si bien ocultaba sus aspiraciones de fundador de una nueva forma de pensar. Y conocía el camino a seguir hacia el lugar que deseaba en la academia. Ella con su melena corta y sus trajes a la moda atraía las miradas en el medio adusto de los aspirantes a las intrincadas coronas de la filosofía alemana, llegada a Margurgo de Königsberg y Berlín.

En 1929, Arendt seguía manteniendo contactos afectivos y distantes con Heidegger. Sin embargo, el maestro en Alemania se entregaba entonces a otro romance desdichado con Elizabeth Blochmann a quien después de asistir conmovido a la celebración de Completas en la abadía benedictina de Beuron, le dijo que es preciso atreverse a existir en la noche, y ante quien reconoció, en textos crípticos, su vocación de seductor. El bien es solamente el bien del mal, le dijo.

Hannah vivía sola en una buhardilla cerca de la universidad, con un ratón que consolaba sus contradicciones con su amante secreto, escurridizo y sabio. A veces, dice Safranski, cuando sus amigos la visitaban para emprender apasionadas conversaciones filosóficas, llamaba a su compañero de habitación. Y el ratón iba hacia ella, obediente, abandonando su agujero. El agujero en la indigencia que no se atrevió a dejar su amante profesor para seguirla, impotente para renunciar a su abnegada esposa Elfride. Aunque había sentado que al plano seguir igual de la estabilidad burguesa se opone el disfrute vivo de la infinitud intensiva en el instante.