La soledad es un viejo asunto literario, con un énfasis morboso en los peores líricos del romanticismo. Pero quienes hemos vivido solos largo tiempo sabemos que la soledad es irreductible, como la vivencia religiosa, insalvable por las palabras. Es una sensación nítida e imprecisa. A la vez. De caras y colores cambiantes en las personas y los tiempos. Tiene un sabor y una textura en cada hora, en cada edad, y según la humedad del aire. No es igual por la mañana que por la tarde.
Los tumultuosos, que solo consiguen entenderse en la relatividad de los tratos, los vociferantes estadios, el barullo de los partidos, coros, colegios y cocteles consideran mala compañía, o vocación de nulidad, esta condición que nos aproxima a los abismos de la conciencia. Pero la soledad cuenta con defensores apasionados. Entre los pensadores de la misantropía, como Schopenhauer. Y los místicos contemplativos. Uno la llamó soledad sonora.